La primera vez que vi una figura de acción, fue en el escaparate de una tienda de Santander. Me quedé impresionado de lo bien hecha que estaba, de los detalles, complementos, y hasta de la caja. Era un soldado alemán a escala 1/6 (30 cm), que se llamaba Hans, cuyo uniforme y equipación lo representaban dentro de un contexto histórico que siempre me había fascinado: la II Guerra Mundial.
Pese a ese primer momento, de alucinante atracción, no lo compré, porque consideraba que era algo que pertenecía al pasado y que ya no tenía nada que ver con mi vida de adulto. Además, me pareció caro.
Con el tiempo, volví a encontrar a Hans en otra tienda de Madrid, donde no aguanté la tentación de entrar para conocerlo más de cerca. Allí dentro, la curiosidad confirmó mi admiración por Hans y por el resto de sus colegas, que llenaban los estantes. Descubrí un mundo nuevo en el que se mezclaban dos antiguas pasiones que habían ocupado gran parte de mis juegos infantiles y aficiones de la juventud: jugar con muñecos y construir maquetas. Un dos en uno, en el que se podía dar rienda suelta a la imaginación con un realismo perfecto.
Cuando el dependiente me dijo que estas figuras podían adoptar casi cualquier posición, me decidí por comprar una, pero ¿cual? Había tantas y tan chulas, que no sabía cual elegir. El mismo dependiente me ayudó diciendo: “yo me llevaría a Hans, que es el original”.

El desarrollo:
Mi convivencia con Hans empezó siendo un poco clandestina por que, con mis 33 años, me daba un poco de apuro que cualquiera me pudiera ver en su compañía. Pero por aquel entonces vivía solo, y eso permitió que hiciera lo que realmente me diera la gana. Cuando volvía del trabajo jugaba con él, haciendo que adoptara cualquier tipo de postura, y me quedaba mirándolo atontado cuando conseguía articularlo correctamente. De ahí pasamos a las fotografías, donde recorrimos todos los rincones de la casa, creando ambientes inverosímiles.
Nos lo pasábamos genial, y decidí que aumentando el grupo nos lo pasaríamos mejor. Me hice con Heinrich y Erich, y más tarde con Klaus. Me enteré que los 4 formaban un grupo de amigos que había sido real. Todas las figuras representaban a gente que había existido, que tenían nombre, apellidos («Hans Leiter») y habían protagonizado una historia verdadera. Eso me gustó todavía más.

El juego se intensificó, me lo pasaba en grande, y pronto me planteé hacer un campamento para cuando la tropa no estuviera en acción. En vez de una casa de muñecas construí una trinchera de muñecos. Era una sección dividida en dos partes (una interior que comunicaba con otra exterior). Tenía efectos de luz y sonido que recreaban un bombardeo. El tamaño me comía todo el salón, pero me daba igual, vivía solo, y por allí no pasaba nadie. Otra habitación de la casa se convirtió en un taller, donde empecé a hacer complementos y accesorios. Noté cómo una escala grande tenía sus problemas de espacio ya que, al final, mi hogar entero se transformó en una especie de factoría de ficción bélica en plena producción.
El grupo empezó a estar bien ubicado y pertrechado. La trinchera se convirtió en un motivo de visita, una pieza de exposición para mis propios amigos, que no sabían si me había vuelto loco o era un genio (siempre arrastré esa fama con ellos).

Yo estaba feliz; era como si hubiera recuperado un poco la libertad de la niñez. Las noches de parrandilla dieron paso a otras en las que no paraba de crear y maquinar nuevos proyectos.
Todo se me quedaba pequeño, estaba en expansión y empecé a plantearme hacer fotos en el exterior. Me llevé a mi tropa de vacaciones, a la casa de campo de mis padres. «Los muchachos» ya tenían vehículo (un precioso kübelwagen gris). Allí entramos en otra dimensión. Con la luz día y los escenarios bien elegidos, las fotografías iban cogiendo un realismo que aumentaba mi motivación.
Me veía jugando como cuando era niño. Llevaba mis juguetes a la zona de recreo, donde montaba la escena. Los muchachos se portaban fenomenal, eran actores perfectos que hacían y soportaban todo lo que les pidieras. El culmen del juego era cuando yo me transformaba en un reportero bélico y disparaba las fotografías; en diferentes ángulos, perspectivas y planos. Después recogida y vuelta a casa, donde el juego seguía, reparando los desperfectos. Cuando recogía el revelado del carrete (por entonces no había cámaras digitales) y veía el resultado, era raro que de 40 instantáneas no alucinara con alguna en particular. Cuando las enseñaba, en general notaba la aprobación de la gente. Me tiraba tiempo mirando y analizándolas, para intentar que a la próxima fueran mejores.

El juego se fue complicando. Una foto representaba un momento con una brevísima historia, normalmente improvisada. Había llegado la hora de hacer una historia completa con toda una consecución de fotos: el “fotocómic”.
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